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¿Y si abrimos los brazos a los jóvenes para frenar la violencia en Cali?

Realidades y presencias

John Vallecilla, ex pandillero de 27 años, tiene tatuado un escudo del Deportivo Cali en el hombro, sobre la cicatriz del disparo que recibió en diciembre del 2015, un recuerdo de tiempos malos. En esos días, había muchas armas en Polvorines, barrio en la ladera suroccidental de Cali y, en medio de esa violencia, vivió capítulos de dolor… Conoce su historia de resiliencia. 

El boquete de metal

Es la una de la tarde cuando John Vallecilla -moreno, atlético, corte al estilo militar- arriba a casa de su madre Esther en Polvorines. Lo ha llevado un motorratón porque en esa zona de la ciudad la economía informal de los transportadores en moto es el único sustento de decenas –tal vez cientos- de familias. Es viernes y el sol flamea sobre los techos reverberantes de metal.

El boquete en la puerta metálica de la casa le sirve de visor y John se agacha para constatar si hay alguien adentro. En el interior, todo es entropía: juguetes regados, poltronas y sillas Rimax de niño esparcidas…. El agujero está ahí desde el día en que asesinaron a uno de sus tíos que se recostó en la puerta para escapar de sus verdugos sin percatarse de que un metal tan frágil no puede contener las balas: “yo crecí mirando por ese hueco”, afirma John.

El boquete en la piel

 “Cuando era niño teníamos situaciones tristes: nos daban eran las cinco de la tarde y con mi hermanita no recordábamos si habíamos comido porque aquí no siempre teníamos algo en el plato. Mi mamá era empleada del servicio y le dolían los huesos de tanto planchar y luego serenarse(sic.)… Siempre estábamos solos(…). Yo intentaba salir a rebuscarme con Chiclets pero la gente no me apoyaba”, relata John.

John recuerda que, a principios del 2012, un reclutador se le acercó a su mejor amigo del barrio y les “ofreció camello”. Les dijo que tenían que hacer respetar el barrio y que era fácil porque «éramos los únicos acá y usted sabe que uno a esa edad cree que la vida es como las películas».

No obstante, la realidad de las pandillas, a menudo, se oxida. Y, en muy poco tiempo, Kevin –su mejor amigo- tuvo el primer encargo de asesinar por dinero a una persona. John lo recuerda: “vos sabés que a uno nadie le da oportunidades… Si uno va a buscar trabajo, no hay. Estudios uno no tiene la oportunidad tampoco”. John nos cuenta que ante la falta de oportunidades es común que si viene un reclutador a ofrecer buen dinero (2 o 3 millones) para delinquir, es común que los jóvenes acepten.

Y John lo narra como escapatoria a la falta de oportunidades que termina por aplastar los sueños: “pasas de no tener nada a comprar una moto, a mercar, a poderle cambiar el uniforme del colegio a tu hermanita y las ves felices… Entonces, le coges amor al trabajo…”. Y nos explica que asesinar un hombre se vuelve tan natural como sacrificar gallinas: “porque ambas sirven pa’ ponerle comida al plato”.

Un milagro

La desgracia no tardó en visitar el barrio, en diciembre del 2015, a Kevin lo mataron mientras departía con otros jóvenes junto a las gradas contiguas a la casa de la madre de John. Kevin intentó sacar el arma en su cintura, pero fueron cinco impactos los que lo hicieron desplomarse. Al caer, John intentó apretarle la herida como en las películas, intentó en vano evitar que se le escapara la vida. Pero, en esas gradas laberínticas de la loma de “El Ocho”, en Polvorines, la sangre escurrió cálida y sin control entre sus dedos. John también estaba herido por una bala de rebote la que se le incrustó en el brazo. Fue la última vez que vio a Kevin y la última que estuvo cerca de un arma.

John –hoy padre de Sofía (de un añito) y Tecnólogo en Atención Prehospitalaria- que, irónicamente, trabaja salvando vidas en una ambulancia- no duda en decirnos: “Si Kevin, yo y los peladitos de los barrios hubiéramos tenido oportunidades distintas, nunca hubiéramos aceptado esos trabajos… Kevin nunca hubiera matado y tampoco hubiera terminado así. Bastaba con el colegio y comida para concentrarse en las clases, porque con hambre es muy difícil”.

Según el Dane, el año pasado, solo 24 de cada 100 jóvenes tuvieron empleo y se contabilizaron más de 17 mil menores por fuera del sistema escolar. Hubo, además, 9 homicidios de niños y niñas entre 5 y 14 años y 622 homicidios de personas entre los 15 y 44 años. En Cali tenemos un pendiente con los jóvenes: se requiere construir una agenda pública que permita incorporarlos activamente no solo en el sector productivo sino en los diálogos y acuerdos de ciudad que les garanticen un futuro esperanzador para que le cortemos los brazos a la violencia.

Texto e investigación:

Esta crónica fue escrita por Abrahán Gutiérrez N.  del equipo del Observatorio de Realidades Sociales para La Voz Católica.

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